Hace unos años se escuchaba en las manifestaciones del pueblo que luchaba por mejores gobiernos y por más democracia, un grito de consigna que parecía un lamento de remembranza por reencarnar a un líder mesiánico que los salvara de los malos y pésimos gobiernos. Estos, uno tras otro, hundían a un país millonario en recursos, sometiendo a la población a más miseria, bajo la mirada indolente de los amos del país. La gente intentaba inútilmente acceder a una vida más digna. En aquellos años los movimientos guerrilleros bajaron las armas incorporándose a las luchas políticas del sistema. El último bastión en descender de la montaña fue Bandera Roja. Habían pasado años de lucha, torturas, asesinatos a sangre fría de jóvenes que ofrendaban su vida por construir una patria mejor. La patria buena, decían algunos.
Aquel grito rezaba: «Alerta, alerta, alerta que camina, la espada de Bolívar por América Latina». Las masas de desposeídos, que cada vez engrosaban más y más ese ejército de reserva de proletarios, se pauperizaba cada día más. Los políticos de varios partidos recién formados con los cuadros que habían descendido de la montaña, empezaron a gestar una salida y aquél grito de rebelión llegó hasta los cuarteles, a sus mandos medios. Así se llegó al 4 de febrero de 1992 y aquello condujo a que militantes revolucionarios en varios lugares llegaran incluso a ocupar por horas el poder en algunas Alcaldías y hasta alguna que otra gobernación. Pero uno de los principales alzados del estamento militar, permaneció inmutable en la Escuela Militar. Después, se rindió, acabando con el sueño de muchos militantes revolucionarios.
Mucha agua pasó bajo el puente y la espada de Bolívar, y aquél grito incluido, fue secuestrada, atrapada en medio de una verborrea que pretendía ser revolucionaria, confundiendo al pueblo, que al fin terminó obteniendo lo que quería: UN MESIAS que lo salvara del sufrimiento. No entendieron que el Mesías era solo una figura que mareaba a las masas, pero que nunca realizó el trabajo por ellas. Es que solo el pueblo se libera a sí mismo, con valor, trabajando junto a una vanguardia que ilumine el camino y le sirva de guía en este camino de rebelión.
Pasaron los años y la industria venezolana se destruyó. Las condiciones de vida se deterioraron a tal nivel que parecía un país devastado, arruinado por la guerra. Nuevamente las masas tomaron valor y salieron a las calles a protestar. Muchos jóvenes cayeron en aquel sueño. Otros fueron apresados, algunos murieron bajo tortura. La desesperanza tomó cuerpo en el pueblo y los jóvenes empezaron a emigrar, los adultos mayores se quedaron cuidando de los nietos, mientras ese contingente de profesionales, mujeres y hombres valiosos, buscaban una vida más digna en otros países latinoamericanos: Colombia, Ecuador, Chile, Argentina, cualquier espacio lejano resultaba más atractivo que el terruño, donde los «colectivos», integrados por ese ejercito de desempleados, sembraban el terror en las calles, reprimiendo cualquier intento de rearmar una lucha popular. Los espacios públicos también fueron secuestrados. No pudieron ser usados más sin el permiso del Jefe de la cuadra.
La Espada de Bolívar ya no camina por América Latina. Aquel llanto desgarrador de Ulises que se repite por nuestra América, ahora es el llanto de los inmigrantes, de los que desesperados prefirieron buscar nuevos caminos. Pero aquí siguen los que aún luchan, que se resisten a dejar la Patria Buena en manos de los malos, los que aún miran el horizonte esperando el regreso de sus camaradas para remar juntos nuevamente en la dirección de la revolución.
Por: Haydee Satita Bravo