Al conmemorar el triste aniversario del lamentable accidente del DC-9 de Viasa, el estado de Zulia y sus habitantes se sumergen en la memoria colectiva de una de las jornadas más trágicas en la historia de su comunidad.
Este 16 de marzo se evocan 55 años de un evento que no solo marcó un antes y un después en la percepción de la seguridad aérea en Venezuela sino que también dejó una herida profunda en el corazón de Maracaibo y en el de todo el país.
La caída del avión sobre la urbanización La Trinidad y el barrio Ziruma, dos zonas densamente pobladas de Maracaibo, transformó de manera instantánea la cotidianidad en tragedia, cobrando la vida de 155 personas: 83 eran pasajeros y tripulantes a bordo del vuelo y, desgarradoramente, 72 eran personas que se encontraban en tierra, en el lugar equivocado y en el momento más inoportuno. Lo que se perfilaba como una jornada más en la vida de estos individuos se convirtió en un capítulo de luto y tristeza para la región.
Hasta aquel momento, este siniestro era considerado la tragedia aeronáutica más devastadora en la historia mundial, un récord sombrío que resalta la magnitud de la catástrofe y el impacto que tuvo a nivel global. Las causas y circunstancias que rodearon el accidente se sometieron a escrutinio y análisis, pero nada podía devolver las vidas perdidas ni llenar el vacío dejado tras la pérdida.
El Zulia recuerda y honra a las víctimas no solo como un acto de memoria, sino también como un recordatorio permanente de la importancia de la seguridad, la prevención y la preparación frente a posibles tragedias. A pesar de que el tiempo ha avanzado y la región se vio afectada por otro trágico accidente en 2005, cuando un avión de la West Caribbean se estrelló en la Sierra de Perijá cobrando 160 vidas, el recuerdo del vuelo 742 de Viasa permanece intacto.
Este aniversario no solo es un momento de reflexión sobre aquellos que se perdieron sino también sobre cómo la comunidad ha trabajado para sobreponerse, aprendiendo y creciendo a partir de esa experiencia devastadora. A través de la tristeza y el dolor, la resiliencia de Zulia se manifiesta, convirtiendo el recuerdo de la tragedia en un pilar de unidad y fortaleza comunitaria.
El 16 de marzo de 1969, se escribió uno de los capítulos más trágicos en la historia de la aviación de nuestra región, y que fue considerado el peor accidente aeronáutico mundial hasta esa fecha. El vuelo 742 de Viasa, que había despegado de Maiquetía con destino a Miami, haciendo una escala en Maracaibo para recoger más pasajeros, se convirtió en una tragedia que cobró la vida de 155 personas – 83 entre pasajeros y tripulantes, y el resto personas en tierra.
El DC-9 de Viasa, pilotado por el capitán Emiliano Zabelli Maldonado, inició su despegue desde el aeropuerto Grano de Oro de Maracaibo, pero nunca alcanzó una altitud segura. Testimonios señalan que el avión experimentó problemas desde el inicio, sugiriendo que pudo haber impactado con ramas de árboles cercanos a la pista. Después de cargar 24 mil libras de combustible y embarcar a los pasajeros en Maracaibo, el avión intentó despegar pero evidenció problemas significativos, manteniendo una altitud muy baja y mostrando señales claras de un funcionamiento anormal.
La situación culminó en una catástrofe cuando el avión, sobrepasado el límite de la pista y en un esfuerzo fallido por ascender, tocó un poste de luz y estalló en llamas, despedazándose y esparciendo la devastación a través del barrio Ziruma, específicamente en la unidad residencial La Trinidad. Testigos describen una escena de horror, donde el fuego consumió no solo la aeronave sino también varias viviendas, cobrando vidas inocentes en tierra.
Aunque el avión era prácticamente nuevo, con solo 10 días de servicio, la tragedia suscitó cuestionamientos profundos sobre las condiciones de seguridad y los protocolos de vuelo de la época. Además, el accidente dejó en evidencia la urgente necesidad de reubicar el aeropuerto de Grano de Oro fuera de la zona urbana, una preocupación ya existente entre los pobladores de Maracaibo.
La magnitud del desastre trascendió fronteras, captando la atención de medios internacionales y marcando un antes y un después en las regulaciones y medidas de seguridad aeronáutica en la región. Sin embargo, el dolor y la pérdida de ese día resultan imborrables, con historias desgarradoras como la del atleta Lino Connell, que perdió a casi toda su familia bajo las circunstancias más trágicas imaginables.
Este suceso, aunque superado en número de víctimas por el accidente de la aerolínea West Caribbean en 2005, sigue resonando como un sombrío recordatorio de la importancia crítica de la seguridad y la prevención en la aviación. La causa exacta del siniestro del vuelo 742 de Viasa nunca se determinó con certeza, dejando un velo de especulación sobre lo que realmente pudo haber ocurrido ese fatídico día de marzo.
La tragedia del vuelo 742 de Viasa no sólo marcó un hito en la historia de la aviación por la magnitud del accidente sino también por el desgarrador proceso de recuperación que siguió a la catástrofe. Después de que el avión, en un fatídico intento de despegue, sufriera un incendio en su turbina izquierda y cayera sobre las zonas residenciales de La Trinidad y Ziruma, el drama humano apenas comenzaba.
La tarea de identificación de los fallecidos se convertía en una labor dolorosa y compleja para las familias, enfrentadas a la triste realidad de tener que reconocer a sus seres queridos a través de restos maltrechos y quemados. Paralelamente, se desplegaban esfuerzos para salvar a los heridos, 27 hasta ese momento, en una carrera contra el tiempo y las secuelas del accidente. La comunidad local, golpeada por la magnitud del desastre, se unía en el duelo y en la determinación de que una tragedia de tal envergadura no se repitiera.
La reflexión sobre la seguridad aeronáutica se hizo patente al considerar las limitaciones del aeropuerto de Grano de Oro frente al de Caujarito, cuyas condiciones de infraestructura podrían haber prevenido el accidente. Las voces que señalaban la falta de zonas de seguridad y las condiciones inadecuadas del aeródromo de Grano de Oro se elevaban en un clamor por cambios estructurales que garantizaran la seguridad de los vuelos y sus pasajeros.
En medio del luto oficial de tres días decretado por el gobierno, la Catedral de Maracaibo se convertía en el escenario del duelo colectivo durante el funeral presidido por monseñor Domingo Roa Pérez. La ciudad, aún en shock, buscaba encontrar consuelo y respuestas en medio del dolor inimaginable que suponía la pérdida de tantas vidas en circunstancias tan trágicas.
La cobertura periodística del evento no solo se enfocaba en las causas y consecuencias del accidente sino también en las historias personales de aquellos afectados. Los objetos personales encontrados entre los escombros del jet, las visitas frustradas, las vidas interrumpidas, y las múltiples pérdidas en hogares específicos, como el de Luis Ramírez y de trabajadoras de Creole, tejían un mosaico de tragedia personal que compone la memoria colectiva de los zulianos sobre este desafortunado evento.
Años después, la tragedia del vuelo 742 de Viasa permanece en la memoria colectiva, no sólo como un recordatorio de la vulnerabilidad ante catástrofes imprevistas sino también como un llamado a la continua mejora en las medidas de seguridad, infraestructura y preparación para la emergencia en el ámbito de la aviación y más allá.
El trágico accidente del vuelo 742 de Viasa, ocurrido un 16 de marzo de 1969, representa más que un sombrío capítulo en la historia de la aviación venezolana; es un recordatorio de cómo una tragedia puede entrelazar inesperadamente las vidas de una comunidad y del mundo del deporte. En este siniestro, no solo se perdieron las vidas de 155 personas, incluyendo 72 residentes de Maracaibo en tierra, sino también las promesas y sueños de jóvenes talentos del béisbol venezolano.
Isaías «Látigo» Chávez, lanzador de los Navegantes del Magallanes, era una estrella en ascenso con apenas 24 años, cuya carrera promisoria quedó cortada de forma trágica ese día. La esperanza y el talento emergente de Carlos Santeliz, prospecto de los Cardenales de Lara, también se apagaron en el mismo accidente. Junto a ellos, el mundo del béisbol venezolano lamentó la pérdida de Antonio Herrera Gutiérrez, propietario de los Cardenales de Lara, su hijo José Herrera, gerente de operaciones, y Alí Hernández, administrador, integraban la comitiva del reconocido club la pelota caribeña, marcando un triste día para el deporte nacional.